7/28/2010

DOMINIQUE LAPIERRE Y LA MADRE TERESA DE SURÁFRICA (HELEN LIEBERMAN)











LA "MADRE TERESA" DE SURÁFRICA




Va a conocer a la madre Teresa surafricana!, me promete un amigo que ha venido a buscarme al aeropuerto de Ciudad del Cabo. Siento tanto respeto por la santa de Calcuta, que mi curiosidad se despierta ante cualquier persona que pueda ser comparada con ella. ¿Cómo podía imaginar que este anuncio me llevaría a realizar una fantástica investigación histórica? La duodécima de mi carrera como escritor siempre al acecho de las grandes epopeyas humanas.

Después de ¿Arde París? y O llevarás luto por mí; después de Oh, Jerusalén, Esta noche, la libertad y La ciudad de la alegría, me sumerjo ahora en la historia de un país conocido por la creación de la dictadura más monstruosa que los blancos hayan podido jamás inventar para imponer su poder a la población de color que vive a su lado. Este régimen, llamado apartheid, produjo cientos de miles de víctimas y durante sesenta años situó a Suráfrica al margen de los países civilizados. El apartheid surgió en 1948 cuando un puñado de blancos extremistas llegó al Gobierno y terminó en 1994 con la elección de un negro para dirigir el país, un ser humano excepcional llamado Nelson Mandela. Diría que fue casi ayer. Desconocía prácticamente la catástrofe humanitaria que se producía durante esos años en ese país del extremo sur del continente africano. Y de pronto aparece una madre Teresa surafricana para colmar mi ignorancia.

Es una mujer blanca de 44 años, muy guapa, con el rostro resplandeciente cubierto de pecas. Se llama Helen Lieberman. Es la mujer de uno de los abogados más famosos del mundo empresarial de Ciudad del Cabo. Durante veinticinco años, poniendo en peligro su vida, ha desafiado las prohibiciones de la dictadura racista de los blancos y los miedos de los negros para aliviar el sufrimiento de los habitantes de un distrito negro próximo a los barrios más elegantes de Ciudad del Cabo. Su heroica aventura empieza una tarde, cuando se da cuenta de la desaparición en el hospital donde trabaja como logopeda de un joven negro operado llamado Jeremy. Supone que la dirección se ha librado de él antes de su total recuperación debido al color de su piel. Persuadida de que el desgraciado morirá si no recibe atención médica, Helen se lanza a buscarle. Descubre que vive en un distrito cerca de Ciudad del Cabo. El lugar se llama Langa. Es una zona peligrosa en la que ningún blanco jamás se atrevería a entrar.

¿Qué importa? Helen se dirige en su pequeño Ford Anglia con las luces apagadas hacia el bullicio humano que se apelotona detrás de la alambrada de espinos. Pregunta a las mujeres, enloquecidas al ver a una blanca. "¿Dónde está el pequeño Jeremy?", grita de callejuela en callejuela, inconsciente del peligro que corre. De pronto, alguien la empuja al interior de una sórdida cabaña donde unas mujeres preparan la cena en medio de un sofocante olor a madera quemada. El niño está allí, en brazos de una anciana sentada en cuclillas sobre la tierra. Helen cree que ha llegado demasiado tarde. Se pone de rodillas y coge al pequeño en sus brazos. Milagro: Jeremy se mueve, no está muerto. Puede que si lo lleva al hospital sobreviva. Pero ¿cómo una blanca podría hacer comprender a las mujeres negras visiblemente aterrorizadas que la situación era urgente? Se da cuenta, con estupor, de que el apartheid había suprimido cualquier posibilidad de comunicación entre las comunidades. Entonces, de entre la penumbra, aparece la madre del pequeño Jeremy. Las dos mujeres se reconocen. Haciendo frente a los gritos hostiles, Helen consigue subir a la mamá y al niño al coche. Jeremy se salvaría in extremis. Pero cuando aquella noche regresa a su casa, Helen Lieberman rompe en sollozos en los brazos de su marido. "¡Michael, quiero que nos vayamos de este país! Después de lo que he vivido esta tarde no podré nunca más amar a Suráfrica. Me da vergüenza ser blanca; vergüenza de formar parte de un sistema que comete tales crímenes contra las personas; vergüenza de trabajar en un hospital que devuelve a un niño a su chabola sólo porque es negro... Michael, te lo suplico, vayámonos de Suráfrica".

Helen Lieberman nunca se marchó. Su encuentro con el pequeño Jeremy y su primera incursión en el universo siniestro de un distrito negro cambiaron por completo su vida. Ninguna amenaza, proviniera de los blancos o de los negros, iba a impedir a su corazón actuar. Volvería a Langa para construir colegios, abrir ambulatorios, organizar la distribución de leche a los niños raquíticos, instalar fuentes de agua potable, lanzar programas de vacunación. Cada día, su coche aparece en el distrito cargado hasta arriba de alimentos caducados que recoge en los supermercados de Ciudad del Cabo para alimentar los estómagos hambrientos de los parias de un país que se siente orgulloso de haber conseguido el diamante más grande del mundo y de tener más oro que en todo el oeste americano. En numerosas ocasiones ha escapado de milagro a una muerte atroz. Un día es una bomba colocada por la policía blanca en una sala donde atiende a cientos de sus seguidores que explota milagrosamente con diez minutos de retraso, cuando la sala ya está vacía. Otro, son los tres mil jóvenes negros que, furiosos, rodean su coche. Helen está segura de que la van a sacar de su asiento y la van a matar en nombre de todos los crímenes que los blancos han cometido. Pero, en ese instante fatal, un joven negro con vaqueros salta sobre el capó del coche con los brazos abiertos para detener a la multitud. "¡Esta mujer es mi madre", grita en xhosa, "no le hagáis daño! Cuando mis padres murieron asesinados por los blancos, venía cada día y nos dejaba la comida delante de nuestra cabaña". Los manifestantes reconocen a Víctor, el jefe de la banda más importante del barrio. Enseguida retroceden.

Veinte años más tarde, Helen Lieberman me lleva al campo de batalla de sus proezas. No me siento tranquilo. Diez años después del fin del apartheid, pocos blancos se aventuran a entrar en el laberinto de este barrio donde cada año se cometen cientos de asesinatos. Pero el coche de Helen es tal talismán que mi aprensión desaparece rápidamente gracias a los saludos que la gente lanza a su benefactora. Helen Lieberman es hoy día el icono de Langa. Es el alma de Ikamva Labantu (El Futuro de Nuestra Nación), la organización privada de ayuda humanitaria más importante de Suráfrica, que fundó en 1962. Entre sus innumerables programas cuenta con más de mil guarderías infantiles, trescientas escuelas de primaria, centros artísticos y deportivos, talleres de rehabilitación, residencias para ancianos, para invidentes, para indigentes, para víctimas del sida... En total, más de un millón de personas desfavorecidas se benefician de la obra creada por quien ha redimido un poco la conciencia de los blancos al rebelarse contra los opresores del apartheid. El presidente Mandela vino en 1998 para rendirle personalmente el homenaje de un país que se ha convertido en "la nación del arco iris".

EL PAÍS - 21/09/2008

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